Poemario NO TARDES EN VOLVER A LA CRISTALERA DEL TIEMPO, de Virtudes Reza. EDITORIAL LEDORIA

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El círculo alquímico, de Paco Gómez Escribano. Editorial Ledoria. I.S.B.N.: 978-84-95690-73-9. A la venta en enero.
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martes, 22 de diciembre de 2009

Irreversible, de Paco Gómez


Está solo, y esta circunstancia es irreversible. Ya ha pasado mucho tiempo desde que enfermó por leer tantas y tantas historias ajenas que hizo suyas. Fue en el psiquiátrico en donde empezó a escribir descubriendo que el oficio de escritor era todavía mejor que el de lector. Al salir del hospital con su futuro disfrazado de diagnóstico garabateado en un papel firmado por un doctor no demasiado cuerdo, encontró la soledad más absoluta. Su mujer se había llevado a los niños, la vida, sus ilusiones, el viento, sus amigos. Ahora pordiosea a unos y a otros para que lean sus escritos. Le adulan y le hacen constar su talento, pero siempre acaba solo. Termina en la barra de un bar en último término, aunque antes ha pasado por todo un periplo de montañas rusas vertiginosas en compañía de mujeres con perfumes ya conocidos y familiares. Y, finalmente, acaba paseando su mirada por las botellas, colocadas ordenadamente detrás de la barra, mientras observa jugar a la máquina tragaperras a un hombre solitario que no escribe y que no lo hará jamás. Pero tampoco ahogará sus penas en alcohol, como hace él, aunque le toque el premio gordo.

Y cuando tercie estar en una habitación de hotel, sentado en una silla, mirando a través de los cristales las húmedas dársenas del puerto, con las grúas amarillas y oxidadas, habrá una mujer duchándose y canturreando una canción que él no conoce. Él prefiere a Eric Clapton, pero claro, no hay mujeres que canturreen Layla.

La mujer se vestirá y se irá arrastrando sus sentimientos por las aceras del barrio del puerto. Él la observa absorto intentando taladrar con su mirada el cristal lleno de vaho y la cortina de agua que deja la lluvia. La ve desde la ventana y le dice adiós perfectamente mudo y quieto mientras una lágrima corre por su mejilla dolorida de tantas caricias frustradas. Si no fuera por la cicatriz, la lágrima habría rodado hasta la barbilla y aún más allá.

Está inspirado, así que se pone los colmillos y baja al bar, en donde observa la vajilla sucia y mutilada. No tiene ni portátil ni sentimientos, ya no. Y pide un bolígrafo al camarero mellado y con cara de pocos amigos. Empieza a escribir muy rápido, y no precisamente de la mujer que acaba de abandonar momentos antes la habitación del hotel, sino de la lúgubre taberna llena de humedad. Ya no hay aromas de perfumes, de esos que tanto conoce y que no le dejan dormir por las noches. Cuando tiene la servilleta llena por las dos partes, enciende un cigarrillo. Y antes de que la llama del mechero se extinga, quema la servilleta. Esa crónica negra no la va a leer nadie. Sus pulmones no le agradecen las intensas caladas y el whisky quema sus entrañas, pero no lo suficiente. Se comería un entrecot, pero es tarde y su cerebro no para. El camarero ha visto arder la servilleta pero no ha dicho nada, peores cosas han pasado en la taberna desde el principio de los tiempos.

Ahora, de repente, cree estar en el infierno. El local es oscuro y no tiene alma, si alguna vez la tuvo, se la llevó el viento a bofetadas. Maldita vida echada a perder bajo ríos de tinta que se entremezclan con los residuos sólidos de la basura sin contemplaciones, sin mesura y con un despreciable olor a podrido. Ah, lo que daría ahora por un pedazo de sensatez envuelto en papel de regalo de color morado. Pero la sensatez quedó lejos, olvidada en alguna habitación de hotel llena de grietas, como el pequeño trozo de alma que aún le queda. Y para qué hablar de la cordura. De eso tampoco le queda un ápice, sólo que ahora no logra recordar dónde se la dejó.

Extrae el último cigarrillo y, como se han terminado las servilletas, saca el papel de platilla para escribir en el reverso. El boli acaba de morir. Deja el cigarro sin filtro y quema la espuma con el mechero para escribir con el hollín del filtro. Como no le funciona, se pincha en la yema del dedo con el pasador del cinturón. Está oxidado, pero le da igual, su vida no vale un duro. Moja el filtro en su propia sangre y empieza a escribir el último cuento, un relato premonitorio de muerte en el que él es protagonista. El camarero, borracho, se ha dormido y ronca apostado en la barra. Escribe, lentamente, y no porque no esté inspirado, sino porque el método funciona lo justo.

A la mañana siguiente encuentran muertos a los dos, a él y al camarero. Apestan a whisky. Su último cuento ha sido un epitafio: “No volvería a ser escritor ni aunque me condenaran a tormentos de perfume de mujer”.

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