La soledad está sentada en mi banco del parque. La observo desde lejos, escondido tras el tronco de un pino. Su incertidumbre crece a medida que pasa el tiempo y no aparezco. Enciendo un cigarrillo y reflexiono unos instantes sobre el apego. Estoy apegado a ese banco y la soledad está apegada a mí. Puede que yo también acabe apegado a ella aunque de momento no lo estoy, ¿o sí? La luna señala un camino de plata hacia ninguna parte y la brisa acaricia con dulzura la tierra que alberga la danza de las hojas del otoño. Apago el cigarrillo y me dirijo hasta el banco. La soledad ni me mira y vuelve la cabeza con gesto altivo. Empiezo a conocerla y veo que es muy posesiva; eso no es bueno, pero cada uno es como es y obedece a su naturaleza. Mi naturaleza es caótica y mi alma está atormentada por vicisitudes vitales que ya no recuerdo. Mi memoria es frágil y yo escondo mi sensibilidad bajo una fachada de ladrillos que se desmorona cada noche, que me permite ver sombras y espectros que me saludan como a un amigo. Tomo la mano de la soledad y le digo que ya está bien, que no es para tanto. En el fondo es un encanto porque me ha sonreído y está bailando para mí. Nunca lo había hecho. Su danza me hipnotiza.
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lunes, 10 de octubre de 2011
Mi banco del parque (43), por Paco Gómez
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