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domingo, 17 de abril de 2011

Mi barrio no es ninguna pradera, de Paco Gómez Escribano

Ayer estuve dando un paseo por mi barrio. Compré el ABC por el suplemento cultural y pasé un buen rato, ya que la columna de Reig y la de J.J. Armas han terminado por instalarse en la cotidianeidad de las matinales de mis sábados. Además, ayer venía un reportaje sobre un escritor totalmente desconocido para mí. No sé si les pasa a los demás, pero a mí, como escritor, me encanta saber de la vida y obras de otros escritores. El desconocido hasta ayer, poeta y novelista imposible, era Aliocha Coll. Un tipo nacido en Madrid, criado en Barcelona, casado con una francesa de origen chino y residente en París, dedicado únicamente a escribir, ya que gozaba del privilegio de vivir de las rentas. Nacido en el 48 y muerto por suicidio tras escribir Atila, la que fue su última novela. Un escritor maldito, cuyas pocas obras conocidas han sido depositadas en el Cervantes por Carmen Balcells.

Así de literaria comenzó la mañana, como cada sábado. Y con esta resaca de Literatura, dirigí mis pasos hacia la zona donde termina Canillejas, atravesando el barrio de punta a punta. Fijándome en lo que ha cambiado y en lo que no, aunque lo primero gana por goleada.

Aún recuerdo cuando mis padres compraron el piso y me trajeron a vivir aquí, en la intersección de San Blas con Canillejas. Yo era un crío que todavía no había cumplido los cuatro años, aunque ya entonces barrunté el cambio de paisaje urbano. Hasta entonces, mis padres habían regentado una portería en la calle Hortaleza, muy cerca de la Gran Vía. Pasar de ahí a un barrio que constaba de cuatro bloques y descampados por todas partes fue un cambio considerable. Las aceras y las calzadas estaban por hacer y las farolas eran un artículo de lujo. Si llovía, subías a casa embarrado. Y por las noches, el barrio se convertía en la boca del lobo. A unos cuatrocientos metros de mi casa había un poblado, de los denominados “U.V.A.”. Era grande y estaba poblado por gentes distintas a los que vivíamos en los pisos. En este en concreto, vivían gitanos y payos, estos últimos todos muy rubios a los que todos conocíamos como “los vikingos”. Yo no lo recuerdo muy bien, pero mi padre, años más tarde de la extinción del poblado, me aseguró haber visto a las mujeres con el puñal en la liga.

Eran gente de la calle, con sus propios códigos y sus reglas propias. Y tiraban de navaja a las primeras de cambio. Los jóvenes se agrupaban en bandas que sembraban el terror entre los vecinos, bandas que contaban con otras rivales asentadas en otros barrios y cuyas trifulcas llegaban a llenar titulares de periódicos. La heroína acabó con ellas ya que el caballo no admite conciencia de grupo.

Así transcurrió mi infancia, en un barrio de delincuencia, trigales, descampados y miserias, hasta desembocar en la adolescencia. “Mi barrio no es ninguna pradera”, reza la canción de Sabina; el mío tampoco lo fue, perdido en mitad de la nada. Una nada que contaba hasta con cuartelillo de la Guardia Civil, saturado en una ciudad sin ley en donde la delincuencia juvenil campaba a sus anchas entre descampados y obras. Momentos buenos los hubo, sin duda, sobre todo los relacionados con partidos de fútbol y las gélidas tardes en las que me acercaba a la papelería para ver las portadas del Jabato, el Capitán Trueno o el Corsario de Hierro, leídos todos ellos sentado en la alfombra al abrigo de una estufa de butano y con los compases de la música de Elena Francis flotando por el diminuto salón de mi casa. Pero también hubo peleas y robos a punta de navaja, hasta que me di cuenta que los delincuentes eran tipos como yo y me prometí que ninguno de ellos volvería a amedrentarme por mucha automática que me sacasen, adaptarse o morir, o no bajar a la calle, opción que tomaron tantos y tantos niños. Pero no yo, porque finalmente me pudo más la curiosidad que el miedo. Eso no significaba que no me acojonara cada vez que el Quilino o el Guille, o el Pirri (que llegó hasta a hacer películas hasta que las palmó de sobredosis) o el Kung Fu (que traía mártires a la Policía por los robos de coches hasta que lo ametrallaron en el Puente de San Fernando para morir posteriormente en un penal de Cádiz) campaban a sus anchas por mi manzana, porque en verdad eran tipos duros que acojonaban y bastante. Pero aun así, decidí que la calle también era mía.

El Pirri

La heroína acabó con la mayoría de ellos y también con gran cantidad de mis amigos. Ayer paseaba por esas calles con respeto hacia su memoria. Preguntándome que por qué unos sí y otros no, rememorando la noche anterior en la que estuve tomando unas cañas con el Javi, un amigo. Un amigo que se metió tanto en la heroína que durante años ni me saludaba por la calle porque no me reconocía. Finalmente logró desengancharse y ahora bebe como si se fuera a morir mañana, un mal menor pensando en el infierno particular en el que estuvo.

El paseo me llevó hasta el cementerio, un recinto rectangular y estrecho en el que ya no se entierra a nadie, pero que pervive obstinado en medio de la modernidad. Recuerdo que en mi juventud, anejo al cementerio se encontraba el campo de fútbol del Destino F.C., protagonista de las mañanas de los domingos en las que los niños íbamos a ver los partidos. Hoy ya no existe, como tantas otras cosas que han desaparecido. Después de observar las lápidas y los panteones, atravesé el parque en la que se alza la estatua a José Cubero “Yiyo”, protagonista del cartel de Pozoblanco. El “Yiyo” era de Canillejas y perteneció a la escuela taurina de Madrid, situada en la Casa de Campo. Dio tardes gloriosas de toreo hasta que el toro Burlero acabó con él en la plaza de Colmenar.

El Yiyo

De regreso a casa por calles que antes fueron descampados, reflexioné una vez más sobre el cambio que ha experimentado el barrio. “Mi barrio no es ninguna pradera”, es más, ni siquiera es bonito. Pero la modernidad y el bienestar se impusieron sobre la miseria y el hambre y hoy es un barrio tranquilo y agradable. Un sitio al que siempre vuelvo y volveré porque mi infancia, mi adolescencia, mi juventud y mi madurez, están impregnadas en cada pared. Antes de subir a casa pasé por la puerta del que fue mi colegio, el Monte Carmelo. Hoy día es una frutería, pero yo sigo viendo mi colegio. Un colegio plasmado en la letra de “Días de escuela”, de Asfalto. Pero era mi colego. Y estaba en mi barrio.

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