Poemario NO TARDES EN VOLVER A LA CRISTALERA DEL TIEMPO, de Virtudes Reza. EDITORIAL LEDORIA

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El círculo alquímico, de Paco Gómez Escribano. Editorial Ledoria. I.S.B.N.: 978-84-95690-73-9. A la venta en enero.
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sábado, 17 de julio de 2010

Relato: El escritor. Por Paco Gómez.

Entré en el Café Gijón y Federico me condujo a mi mesa del rincón con su amabilidad característica. Miré por unos instantes hacia la Castellana a través del cristal y le dije a Federico que me trajera un entrecot con patatas y una copita de Marqués de Cáceres. Me daba este lujo una vez al mes, justo el mismo día que me ingresaban en el banco el importe del subsidio de desempleo.

Hubo un tiempo en que acudía aquí todos los días. Un tiempo en que este templo de la Literatura albergaba a los mejores escritores. Una época en la que se charlaba entre compañeros y se ponían en marcha revistas, obras teatrales, novelas y muchos otros proyectos. No teníamos dinero, pero por aquel entonces, el Café tenía unos precios asequibles. Un día, empezaron a venir los ricos, atraídos por el ambiente cultural, y se quedaron para siempre. El resultado es que subieron los precios y todos los artistas dejaron de frecuentar el Gijón. Pero entre esas cuatro paredes quedaba algo, un no se qué que me tenía atrapado. Y eso que yo no llegué a ser importante, como mis compañeros de generación.

Estudié Periodismo, con el esfuerzo de mis padres, que eran trabajadores humildes. Y trabajé de reportero en Pueblo y en ABC. Yo escribía desde que era un niño. Pero ya en la madurez, la Literatura entró en mí como un torrente incontrolable, y empecé a escribir relatos, poesías, novelas y artículos. Esto, que en otra persona podría haberse considerado como una virtud, en mí fue una maldición. Desde aquel momento, sólo me importó escribir. Y me importaban un pito el trabajo, la familia y los amigos. Me convertí en un solitario y fue cuestión de tiempo que, tras terminar trabajando para varios periódicos locales, nadie quisiera darme trabajo. Lo último que había hecho había sido trabajar de acomodador en el María Guerreo.

Todos mis compañeros publicaron sus poemas y sus novelas y hoy son famosos y viven acomodadamente. Los periódicos se los rifan para contratarles como columnistas o como críticos literarios. Yo no tuve cabeza ni me supe vender. Así que malvivo del paro y, eso sí, me ayuda bastante el ganar por lo menos un par de certámenes al mes, aunque esto no es nada seguro.

Terminé de comer y pedí una copita de Jameson con hielo. Abrí mi cuaderno Moleskine, quité la funda de mi Mont Blanc, encendí un cigarrillo y me puse a escribir. Perdí la noción del tiempo y pedí otra copa a Federico. Me sentí un tanto desconcertado cuando descubrí a una joven en la mesa de al lado que, no sólo me miraba, sino que mostraba la mejor de sus sonrisas. Parecía un ángel y, por unos momentos, empecé a pensar cosas raras, por lo que decidí bajar la vista y seguir escribiendo. No pude. Federico me trajo la copa, encendí otro cigarrillo y volví a bajar la mirada. Al cabo de cinco segundos escuché una voz aún más angelical que el rostro de la muchacha que tenía de pie a mi lado.

-¿Puedo sentarme? –me dijo.

-Adelante –logré decir balbuceando.

La chica era rubia y tenía el cabello largo y rizado. Sus ojos eran de color verde esmeralda y sus labios carnosos ocultaban dos hileras de dientes blancos y brillantes. Llevaba una blusa morada escotada, una falda negra y corta que escondía la mitad de sus bien torneados muslos, medias negras transparentes y botines puntiagudos de color morado.

-¿Es usted escritor? –me preguntó.

-Sí, señorita, me dedico a escribir cosas.

-¡Qué interesante! Por cierto, me llamo Ana Cifuentes.

-Yo, Felipe de Paz –contesté extendiendo mi mano.

Estuve a punto de decirle que en mi caso era todo lo contrario a interesante, que la escritura había arruinado mi vida, pero no sé por qué, fui sensato y obvié el comentario. Empezó a contarme que su padre, aficionado a la Literatura, la llevaba al Gijón cuando era pequeña y la hablaba de libros y de los autores que se reunían en el Café. Su padre había muerto, pero ella había continuado yendo por el Gijón, aunque se quejó de que ya no veía a ningún escritor. Que por eso se había acercado a mí al verme escribir. Apuró su café y aceptó que la invitara a una copa.

-¿Me dejaría usted leerlo? –dijo señalando mi cuaderno.

Le dije que el relato que estaba escribiendo no estaba terminado, aunque realmente sólo faltaba el desenlace que cualquier escritor avezado podía intuir. Y me dijo que no le importaba, que se moría de ganas por echarle un vistazo. Ante su sonrisa, que me tenía hechizado, no pude negarme y le extendí mi Moleskine. Empezó a leer. Se inclinó sobre la mesa y dejó a la vista sus más que generosos senos. Mis ojos se perdían en sus pechos y sentí una erección. Aparté la vista y reflexioné. Yo tenía 55 años y ella no aparentaba más de treinta, así que no era cuestión de hacer el ridículo. Aun así, no pude evitar que mi mirada aterrizara más de una vez en aquel escote. Cuando terminó de leer me miró como una niña a la que acaban de comprar unos zapatos nuevos.

-Pero…, pero este relato es espectacular –me dijo-. Escribe usted de una manera exquisita.

-No es para tanto, pero gracias.

A partir de ahí, empezó a interrogarme sobre los aspectos literarios de mi vida. Como hombre y como escritor que soy, me dejé llevar y empecé a hablar de mí mismo. Mi vida era un desastre, pero de vanidad iba bien servido y le relaté mi juventud y mis encuentros en el Gijón con mis compañeros escritores. La surtí de todo un repertorio de anécdotas y enumeré todos los premios de poesía, relato y novela que había ganado. Le brillaban los ojos. Y yo seguía presumiendo entre sus exclamaciones tales como “¡es increíble!” o “¡qué interesante!”.

Al cabo de un par de horas y un par de copas más me sorprendió diciéndome que podíamos continuar con la charla en su casa. Yo no me lo podía creer. Acepté sin titubeos. Pagué a Federico y me excusé ante Ana para ir al servicio. Una vez allí, me lavé la cara y me humedecí el pelo para peinarme. Hice unos cuantos gestos ante el espejo como si fuera un adolescente y me autoengañé pensando en que mi rostro maduro de pelo plateado podría resultar atractivo para una joven. Después, extraje de mi bolsillo una muestra de colonia y me perfumé. Al salir, vi a Ana esperándome en la puerta del Café. Me tomó del brazo y nos encaminamos a su casa que, según me dijo, estaba cerca.

Mientras caminábamos por la calle continuamos hablando. Ella sujetó mi brazo más fuerte aún. De pronto, creí haber rejuvenecido veinte años de golpe y mientras charlaba empecé a percibir el olor de la chica, no el de su perfume, sino su olor corporal, lo que me produjo otra erección al instante, potenciada por las furtivas miradas al escote y el contacto con ella a través del brazo.

Ya en su casa, puso música y el salón se llenó de los compases de la banda sonora de “Memorias de África”. Hizo café y sirvió dos vasos de whisky con hielo. Yo le pedí algunos datos de su vida y sólo me dijo que escribía relatos y que su ilusión era escribir una novela. Parecía más interesada en mis técnicas de escritura, y yo se lo conté todo.

-Felipe –dijo ella-, ¿te importa que me ponga cómoda?

- En absoluto, adelante –le contesté.

Yo no podía más de excitación. Cuando al cabo de cinco minutos ella volvió al salón con un kimono negro que le cubría hasta la mitad de los muslos, me creí morir. Jamás había contemplado antes la imagen de una mujer tan seductora. Ella volvió a sentarse junto a mí con una sonrisa harto sugerente y no pude más. Deslicé la mano entre sus muslos, que se separaron lentamente. Me encontré sin más con su vello púbico. Ella gimió y, tras unos segundos, se levantó para deslizar el kimono sobre sus hombros, que cayó al suelo produciendo un susurro inaudible.

Abandoné la casa de Ana totalmente hipnotizado. Me dijo que me llamaría al día siguiente, pero nunca lo hizo. Volví a su casa, pero ella ni siquiera vivía allí. Interrogué a sus vecinos, pero nadie supo darme razón de una chica rubia de unos treinta años llamada Ana Cifuentes. Allí no vivía nadie. La casa era de alguien que había muerto recientemente, viudo y sin hijos. Ana se esfumó de mi vida. Incluso llegué a poner una denuncia por desaparición en comisaría. Cuando la policía comprobó que ella no vivía allí, no sólo se mofaron de mí sino que a punto estuvieron de demandarme por mentiroso. Pasé un mes con depresión, dando tumbos por el barrio y emborrachándome. Poco a poco, con paciencia y disciplina, volví a centrarme en escribir.

Habían pasado unos quince meses desde que conociera presuntamente a Ana cuando un amigo escritor, compañero de generación y ahora famoso, me invitó a la presentación de su última novela en una librería de la ciudad. Llegado el día, me acerqué hasta la librería una hora antes y me dediqué a mirar libros tranquilamente. Después de pasar un rato agradable, me dirigí al lugar reservado a las diez novelas más vendidas. Sentí la curiosidad de mirar el libro que ocupaba el número uno. La portada no estaba mal y la editorial era la más importante. Di la vuelta al libro y empecé a leer la sinopsis. Según avanzaba en la lectura fui palideciendo. Rápidamente, busqué la fotografía de la autora en la solapa de la novela. Entonces empecé a temblar de forma descontrolada. No podía creerlo. En la fotografía aparecía Ana sonriendo. Sólo que ni siquiera se llamaba Ana, sino Clara Amores, la mujer que me robó el corazón y mi relato para convertirlo en una novela de éxito. Qué ingenuo había sido. Y lo malo era que, siguiendo las pautas que me marcaba mi habitual despiste, no había registrado el relato en la Propiedad Intelectual, así que no podía hacer nada. Estrellé el libro contra el suelo. Cuando el vigilante de la librería me agarró, apareció mi amigo el escritor y, con tenacidad, pudo convencer al empleado de seguridad para que me soltara. Se ofreció a pagar los desperfectos, pero el vigilante dijo que yo debía abandonar la tienda inmediatamente. Mi amigo me acompañó hasta la calle y, una vez fuera, quiso saber qué me ocurría. Pero yo sólo vociferaba maldiciones. Cuando consiguió tranquilizarme se despidió de mí porque ya era la hora de la presentación, no sin antes preguntarme si me encontraba bien. Yo asentí y me alejé cabizbajo y con las manos en los bolsillos.

Veinte días después, yo hacía cola en unos grandes almacenes. Clara Amores presentaba al público su best seller basado en mi relato. La cola avanzó lentamente hasta que, al fin, estuve frente a frente con la escritora. Mi mirada de odio contrastaba con la expresión de incredulidad de Clara, que empalideció al instante.

-Eres una embustera y una ladrona –le espeté ante su público, los micrófonos y las cámaras.

El rostro de Clara pasó del blanco inmaculado al rojo carmesí. Pasados unos segundos de incertidumbre, ella se levantó y consiguió a duras penas que la siguiera hasta un rincón. Allí, una mujer con rasgos sudamericanos, sostenía un carrito que albergaba un bebé.

-Lo siento, Felipe, de verdad –dijo Clara mirando hacia el suelo-. Felipe –continuó diciendo la escritora-, éste es nuestro hijo.

Antes de abandonar el recinto de la presentación con rostro colérico y los puños apretados, pronuncié lo que, más que una contestación, pareció una sentencia.

-Nuestro hijo, sí… –dije con la mirada perdida-. Un hijo de puta.

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