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lunes, 10 de agosto de 2009

Reflexiones educativas y literarias, de Paco Gómez

Desde hace bastante tiempo siento la necesidad de escribir. La verdad es que siempre lo he hecho. Pertenezco a una generación educada entre los últimos años del franquismo y los comienzos de la Democracia. El panorama era: E.G.B., B.U.P.-C.O.U y F.P. Desde las tres ramas citadas se podía acceder al mundo laboral y desde el Bachillerato y la Formación Profesional también se podía optar por la Universidad.

Hice la E.G.B. en el madrileño barrio periférico en el que vivía. Y ahí se despertó la vena literaria, ya que constantemente nos obligaban a hacer redacciones y dictados. Y como castigo (sí, antes había castigos) nos mandaban copiar la lección. Nos fastidiaba terriblemente pero hoy he de reconocer que gracias a esos “castigos” adquirí: destreza a la hora de escribir y velocidad, que me vino estupendamente después a la hora de tomar apuntes en F.P. y en la Universidad; conocimientos, ya que al copiar la lección, los contenidos se quedaban impregnados irremediablemente; disciplina, porque como a nadie le gustaba copiar la lección, íbamos adquiriendo pautas de comportamiento cada vez mejores y se iban puliendo los trastornos de conducta que hoy campan a sus anchas por los institutos. Si hasta en Religión nos mandaban redactar vidas de santos y comentar pasajes del Evangelio. Resultado: cuando terminé octavo sabía expresarme perfectamente, con catorce añitos (hoy los que salen del bachillerato reformado apenas saben escribir unas líneas que tengan un mínimo de sentido plagadas de faltas de Ortografía). En Lengua nos forraban a comentarios de texto, a hacer trabajos referentes a autores de todas las épocas y nos inflaban a análisis morfológicos y sintácticos (desconozco cómo se llaman ahora porque alguien debe de estar cobrando en el Ministerio de Educación por cambiar los nombres a todo. Ahora ya no hay vagos, sino niños adaptados curricularmente).

Luego opté por hacer Formación Profesional ya que a mi alrededor no había tradición universitaria de ningún tipo aunque, más tarde, acabé haciendo una Ingeniería Industrial. Siempre me gustó elaborar mis propios apuntes, primero para mí y después para mis alumnos. Y un día empecé a escribir relato corto, el salto estaba cantado. Si a todo lo que les he dicho añadimos que soy un lector empedernido de novelas, al final acabé escribiendo la mía. Despacio, tranquilamente, con la modesta intención de que la leyeran mis allegados. Pero como el atrevimiento es gratuito, después de que mi entorno me dijera que la novela era buena, la envié a una de las principales agencias literarias del país, sin la más mínima esperanza de que me contestaran, sinceramente. Pasó todo lo contrario. Me contestaron y me dijeron que la enviaban como propuesta a una gran editorial, que contestó positivamente. Y todo en el transcurso de un mes y medio, algo insólito dentro del panorama literario español. A día de hoy, tengo tres novelas terminadas. La primera, la que tantas alegrías me dio, se publica en noviembre, después de una paciente espera de dos años y medio. Y la tercera, la he enviado a un Premio Literario medianamente prestigioso.

Así que, mientras camino por las calles de la ciudad, con la novela que estoy leyendo y mientras siento el placer de la lectura en cualquier terraza de cualquier café se me ocurren muchas cosas. Se me ocurre que no sé por qué han cambiado el Sistema Educativo que, actualmente, es un desastre. Pienso en algo sobre lo que escribir, bien sea el próximo artículo, la próxima poesía, el nuevo relato corto o el argumento para mi próxima novela. Pero sobre todo, tengo unas ganas locas de que llegue noviembre.

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