A veces creo que soy invisible. Que si un ejercito de humanidad desfilara ante este banco del parque ninguno de sus componentes repararía en mí. Esta circunstancia, lejos de mellar mi estado de ánimo, me reconforta. No quiero conocer a nadie, a nadie más. La gente siempre acaba decepcionándome así como yo decepciono a los demás. Por eso creo que la soledad, sentada a mi izquierda desde hace unos momentos, me ha elegido para ser su compañero. Ella y yo no podemos decepcionarnos porque nada nos exigimos salvo la mutua compañía que compartimos cada noche en este banco. Enciendo un cigarrillo debajo de la farola fundida, y que siga así. Las sombras y los espectros están tan acostumbradas a nuestra presencia que ya ni siquiera nos acosan ni nos saludan. No hay luna. No hay estrellas. Solo un silencio atronador que junto a las demás circunstancias produce una sinergia que engulle mis reflexiones yermas, mis baldíos pensamientos. Siento escalofríos que solamente puedo paliar ignorando mis estúpidas deliberaciones. Mi interior es un campo de batalla en el que combaten dos facciones compuestas por soldados muertos. Apago mi cigarrillo en la tierra húmeda y suspiro mirando un punto indefinido a lo lejos. Caigo en un estado hipnótico que me lleva hacia algo parecido al mutismo. La soledad me susurra un verso al oído, un verso maldito y triste que concuerda exactamente con mi estado de ánimo. Me giro hasta contemplar su rostro. Es como si me hubiese mirado al espejo.
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jueves, 22 de septiembre de 2011
Mi banco del parque (34), por Paco Gómez
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