Tomo descalzo el camino del parque, más embarrado que nunca, y me percibo a mí mismo como un proyecto acéfalo de ser humano. El suelo está demasiado resbaladizo y el ambiente me evoca un verso bucólico de muerte lenta. Me acomodo en mi banco, deposito los zapatos en la madera húmeda y enciendo un cigarrillo. La soledad aparece como siempre de la nada y procura que no esté solo de manera contradictoria. Tras la tempestad viene la calma y, si bien huele a tierra mojada, el ambiente es bochornoso. Me siento un letrado coadyuvante de la nada. Un notario de una realidad carente de significados. Desdeño pensamientos y reflexiones inútiles que quieren desenmascarar mi personalidad marchita. No pueden emponzoñar lo que ya no puede ser mancillado de ninguna manera. Exudo un sudor ferrugíneo que me envenena la piel y el alma y que se convierte en una suerte de gutapercha correosa y yerma. Soy un menesteroso que cultivo la misantropía en un cementerio de pensamientos malditos. Soy un ser pernicioso para mí mismo y para cuantos me han rodeado en vida. Lo contrario de recio, sin embargo, frágil hasta lo enfermizo. La sensibilidad se me escapa por las puntas de los dedos y nunca regresa. Apago mi cigarrillo y camino unos metros. Las sombras me rodean y me invitan a su baile nocturno. Declino la invitación y vuelvo a sentarme en el banco, junto a la soledad. Por una vez, ella me sonríe y mantiene ese rictus en su rostro durante unos instantes.
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viernes, 30 de septiembre de 2011
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