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sábado, 24 de septiembre de 2011
Mi banco del parque (36), por Paco Gómez
Esta noche estoy llorando como cuando era un niño. Ignoro el motivo real. Solo sé que la tristeza ha entrado en mí dándome un empellón insoportable. La noche lo es con una cadencia errátil que me desconcierta. Y los ruidos de la noche emplean un tono declamatorio injustificado que me sume en un estado nervioso desconocido. Enciendo un cigarrillo y la llama de la cerilla me ofrece un paisaje fantasmagórico avivado por el humo de la primera calada. Mi rostro tiene un color parecido al añil, como teñido de glasto. Lo sé porque me he mirado al espejo antes de salir. No me preocupa que el rostro de la soledad tenga el mismo color. A veces creo que ella y yo somos uno. Mi ropa es una librea hecha jirones, como mi alma. El parque está desierto, ni siquiera las criaturas de la noche han venido a ejecutar su danza sin sentido. No hay luna. No hay estrellas. No hay sentimientos, ni pensamientos oscuros. No hay nada. Ya no lloro y olvido por completo el episodio de la tristeza. Apago el cigarrillo y mi espíritu se enajena de manera histriónica. No me comprendo. Cuando más me siento vivo es cuando estoy muerto en este parque cementerio. La soledad me mira sin dar importancia a mi estado de ánimo y eso me reconforta un tanto. Me alejo unos metros descalzo y desnudo mi alma en la noche. En el banco queda la soledad junto a mis zapatos. Intenta seguirme, pero le hago un gesto con la mano. Se detiene. Desaparece. Me muero.
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