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jueves, 29 de septiembre de 2011
Mi banco del parque (39), por Paco Gómez
Me siento como el albayalde de las paletas de un pintor, plomizo y pálido. Mis sentidos permanecen aletargados en una noche ventosa y desapacible. Me acomodo en mi banco del parque y enciendo un cigarrillo. El viento ruge y la soledad, que se acaba de acomodar a mi izquierda, calla. El sonido de un trueno lejano me hace sentir demasiado pequeño y enclenque, exiguo en las ganas de ejercer una voluntad que me abandona por momentos. El viento lacera mi espíritu filtrándose por los recovecos de mi alma. Mi corazón se me antoja macerado por la rutina vital y mis arterias gimen obturadas de tristeza. Las sombras se ven como filos ranurados en su baile anárquico. Mis pensamientos mendigan un escenario con un público fantasma, aunque a veces pienso que constituyen un sofisma de envergadura. Percibo que el día me vilipendia impunemente y que la noche me recoge en su regazo gélido. La tormenta se instala una vez más sobre mi cabeza. Los rayos, los truenos y el chisporroteo de las gotas de agua crean un contexto espectral. La soledad me observa como si fuera un fantasma venido del más allá. Puede que lo sea y que no me haya dado cuenta. Hundo los pies en el barro y empiezo a percibir la noche en todo su esplendor. Hoy no me apetece danzar con las sombras por mucho que lo estén pidiendo. Miro a la luna y emito un grito que hasta me ha hecho estremecer a mí mismo. La lluvia ha cesado incomprensiblemente. Cierro los ojos y vuelvo a escuchar mi grito. Pero esta vez sale de lo más hondo de mí, inaudible, pero intenso. El cigarrillo se apagó con la lluvia. Yo me apagué con la vida.
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